viernes, 27 de noviembre de 2009

La pelea de la vida

El texto corresponde al prólogo que escribí para un libro sobre la vida del pugil Ulises, Archi, Solís en 2007. Con algunas correcciones y adecuaciones lo comparto en este blog para todos ustedes, queridos lectores. CAV


Una de las profesiones que produce la pobreza es el boxeo. Antes de enfrentarse arriba de un cuadrilátero ante miles de espectadores, los pugilistas profesionales, en su mayoría, han peleado desde su infancia contra toda clase de adversidad que se hace presente cuando el dinero no cubre las necesidades básicas de sus hogares. Los ambientes que les rodean muchas veces son hostiles, incluso llegan a ser desgarradores. Si algo existe en el mundo que pone a prueba toda capacidad del ser humano, eso es, precisamente, nacer y crecer sin patrimonio alguno, ni nada parecido a la fortuna.
En países que adolecen de falta de desarrollo económico, cultural, democrático y hasta político, venir a la existencia en condiciones de pobreza o precariamente, es ir contra la corriente: marcado de origen como un ser inferior. Equivale a permanecer invisible ante otras realidades. Es dedicar la vida desde la infancia al trabajo y arriesgarla a que termine súbitamente. Es ser constantemente sospechoso y en ocasiones inculpado, detenido, humillado, torturado, por la simple cara o la ropa que es distinta a la que llevan los dominantes. Es acostumbrarse a vivir entre fieras desalmadas que acechan e irrumpen para arrebatar lo poco que se conserva, aunque sea un par de tenis rotos. Es mantenerse bajo el acoso de pensamientos que sacuden y martirizan al espíritu, aconsejándole muchas veces que se desvíe para hacerse de algo, un botín, para salvar ese desierto.
De ahí que tantos prefieran escapar a como de lugar y muchas veces la salida no es otra cosa que el mismo infierno.
Millones de jóvenes en el mundo se encuentran en esa condición. No son importantes, ni ellos ni lo que hagan, para los gobiernos o para la sociedad. Esto lo podemos ver simplemente en el estado que guardan las unidades y otros centros deportivos y hasta culturales o educativos de carácter público. Seguramente existen excepciones que merecen todo reconocimiento, sin embargo, prevalece más bien la indiferencia hacia todo lo que tiene que ver con espacios juveniles abiertos. Existen muy pocos y los que se cuentan, son todo menos lugares para la práctica de deportes o que sirvan a cualquier tipo de esparcimiento o recreación que aporte a su desarrollo.
No todos van a las universidades al no tener cabida y de los que ingresan, muy pocos llegan a concluir los estudios. Menos aún son los que finalmente encuentran un trabajo en su profesión.
No tengo a la mano estadísticas que me permitan calcular un promedio sobre la cantidad de jóvenes latinoamericanos que diariamente cruzan la frontera hacia EU. Supongo que deben ser cientos o miles. Huyen, literalmente, de un territorio que no ofrece nada para ellos, a menos que tengan padres o alguien dispuesto a costear su crecimiento, su formación.
Muchas veces encuentran trabajos que solamente ayudan a costear el transporte y algunas cosas elementales. Los he visto ahorrar durante largos períodos para comprar cualquier cosa, si es que logran hacerlo. Se les va todo en apenas sobrevivir.
Los jóvenes que no pertenecen a los minoritarios grupos sociales con ingresos medios o altos, representan un gran sector olvidado. Son la mayor parte de todos los jóvenes que tiene México y seguramente muchos países más. Forman enormes contingentes que son incorporados y en muchos casos alienados, en todo ese orden que en teoría existe como tal y que hemos dado en llamar sociedad. Sin embargo, al mismo tiempo de su integración como “clientes”, “públicos” o “consumidores”, se les expulsa como sujetos sociales y se les abandona a su suerte. Sirven en la medida en que compran o consumen, nada más. La sociedad de consumo les ha incorporado de manera tal que puede encausar, si no todas, la mayoría de las expresiones o ideas que les motivan y enseguida se las vende. Cuando no tienen con qué comprar, generalmente se les estigmatiza; se les etiqueta como vándalos, pandilleros, delincuentes, antisociales, drogadictos, lacras y cualquier adjetivo que pueda emplearse, para denigrar a un prójimo con el que no se está dispuesto a compartir el espacio.
Nadie, absolutamente nadie, hace algo por ellos. De ahí que se enganchen a cualquier cosa, como todo eso que brota a raudales por los medios de comunicación, muchas veces en forma de símbolos que les alejan del compromiso y la necesidad de pensar de otra forma la realidad y de pensarse ellos mismos. Me parece que existe suficiente talento y destaca la racionalidad de nuestra juventud, sin embargo, ésta no se toma en consideración de manera que pudiera ser utilizada por los centros de producción u otros que conforman el tejido social. Es un enorme capital de imaginación y sentimientos benévolos, de gran nobleza, los que perdemos al dejar sólos y sin respuestas a los muchachos. Ellos quisieran estar dentro con un empleo, un oficio o un espacio que se les respete y donde pudieran conseguir que su espíritu despliegue su potencial, libremente.
En lugar de recibir algo que les dignifique, los jóvenes son perseguidos. Las policías de todos los cuerpos por regla general se ensañan en ellos, sobre todo cuando los encuentran indefensos y con pocos o ningún testigo. Los vejan y humillan, como si cobraran una venganza ancestral, primitiva, casi degenerada. Todo ello, por lo regular, con la complacencia e inclusive la directriz, de la propia autoridad oficial o simplemente bajo la orden o capricho de algún particular respaldado en su fortuna e influencias.
La falta de atención a este problema explica en buena parte el aumento de los índices delictivos. Los grupos juveniles delincuenciales que siembran terror con su violencia desmedida, han sido desposeídos, parias que no tuvieron oportunidades. La historia de la mayoría de los que conforman sus filas guarda semejanzas. Vivieron en condiciones precarias y muchas veces infrahumanas. Los arrabales, ciudades perdidas, barrios bajos, fueron y son, el mundo que conocen desde la cuna. La gama de ambientes más que humildes en México es tan variada y tan basta, como su geografía. La gente padece en la costa lo mismo que en laderas de cerros que rodean las metrópolis. Se apiñan los caseríos hechos de todo material barato, frágil. Precarios conglomerados que envuelven la vida de millones de individuos de todo género y edad. Son alrededor del cincuenta o más por ciento de habitantes de todo el país, es decir, unos cincuenta millones de mexicanos. En cada ciudad, pueblo y no se diga en el campo, la pobreza se manifiesta de múltiples maneras. La vemos cobrar forma en infinidad de manos que se extienden para pedir comida o unas monedas, en las calles y esquinas de las zonas citadinas más céntricas. Está postrada en las camas de cientos de hospitales, en albergues, centros de readaptación, clínicas para enfermos mentales. Danza en las sombras de los callejones, se cuela en los tugurios y lupanares y finalmente se acuesta a dormir en los cuerpos que se abandonan en los quicios o en los jardines y bancas de los parques.
Mas no toda la pobreza es vencedora, ni llega a dominar hasta reducirlos a sus empobrecidos. En ocasiones sale despavorida cuando un carácter decidido la persigue y acosa. Hay pobrezas derrotadas que vuelan en eterno destierro porque las expulsaron. Los poseídos por ellas o los que las poseían, se deshicieron de ellas, con tanta decisión que la riqueza se posó en sus cabezas. No hablo precisamente de tesoros materiales, que si bien resuelven muchos de nuestros problemas, dejan otros tantos a merced de nuestra inteligencia. Mis palabras se refieren a la riqueza inagotable y muy superior que nos ofrece la mente y el espíritu, cuando se les ha cultivado adecuadamente. Nada nos hace más dichosos que una conciencia en paz y el logro de nuestras metas, por humildes o imposibles que sean.
El amor de la familia y el afecto de los amigos, constituyen bienes invaluables. Nos hacen efectos como si fuesen bendiciones que nos dan la gloria en nuestra propia casa y por donde caminamos.
Nadie es tan feliz como el pobre cuando lucha por dejar de serlo y lo consigue, sin perder la cabeza. Se vuelve un ser que irradia esperanza y una alegría transparente como un cuarzo puro.
Los que vienen desde atrás y llegan más alto o más lejos, siempre terminan en leyenda inspiradora. Refulgen sus hazañas, como soles que iluminan la monotonía y a veces también la oscura apatía que ronda la anónima existencia de las masas. Son pues indispensables los astros luminosos que se abren camino desde los confines olvidados y opacos, para venir a nuestras vidas a dar su luz. Son ejemplo de amistad que conlleva todo el ánimo y afán de triunfo.
Con esa luz propia, mantenida desde pequeño, nuestro admirable amigo Ulises, el Archi Solís, como le llama el mundo del boxeo, a partir del apodo barrial, se propuso llegar a la cúspide y lo consiguió.
En plena juventud logró conquistar una meta mayúscula; el título de campeón del mundo en la división mini-mosca, su especialidad.
Tuvo que sortear innumerables obstáculos y circunstancias que no siempre le favorecieron, sin embargo, la casta que lleva como un sello de la familia, le dio para sacar triunfos que parecían imposibles.
Él reconoce que no todo se lo debe a ese carácter combativo y tenaz que distingue al campeón. Quiso su destino que aparecieran en su horizonte personas que poseían la grandeza necesaria para enseñar a un discípulo de la categoría del Archi. Ellos fueron determinantes para formar, no solamente un gran deportista que dio más preseas de oro para México, si no que también ayudaron a cultivar a un ser humano que tiene en su haber, entre otras cualidades, un singular aprendizaje sobre un tema indispensable en la cultura de toda persona; la literatura. Al campeón Archie Solís, se le enseñó a apreciar la lectura y se aficionó a ella. “El box no tan sólo es tirar golpes”, le repetía uno de sus grandes maestros. Es un deporte severo, a veces demasiado cruel. Exige algo más que un físico en óptimas condiciones y reflejos de felino. Demanda un espíritu guerrero a toda prueba y también frialdad, aplomo, para enfrentar las derrotas.
Es duro como ningún otro deporte. Siempre aparece la sangre, los hematomas, el sudor y una sensación de que se acalambra el cuerpo. No se trata solamente de golpear, si no evitar ser golpeado. Un descuido, un segundo infortunado puede acabar con la pelea, la carrera o la propia vida.
Desde tiempos inmemorables, los hombres miden sus fuerzas y habilidades de múltiples maneras, siendo el pugilato una disciplina ancestral sumamente atractiva para las multitudes. Se le puede ver como uno de tantos deportes, sin embargo también como un espectáculo que pone nuestra circulación sanguínea a fluir con mayor rapidez, contiene emoción. Es una ventana para asomarse y ver un semillero de héroes y gladiadores que se juegan todo sobre la arena.
También se vincula con la parte oscura y subterránea del mundo de las apuestas y las historias negras del hampa alrededor del boxeo. Se han rodado variados temas de Hollywood inspirados en la vida real de este deporte de pasiones y fortunas. Pistoleros, corredores, apostadores, meretrices, traficantes, soplones y toda una caterva de individuos de la más diversa tipología, han sido asociados al mundo boxístico.
Muy contadas son las cosas que pueden hoy sustraerse a los intereses económicos, a las conocidas leyes del mercado. Ni siquiera los deportes, que han evolucionado al tiempo que han sido en alguna forma cooptados por cifras millonarias. En esencia esto lesiona cualquier deporte o deportista, sobretodo cuando las cosas se salen de control. Se trata de asignaturas pendientes, sin duda. La sociología del deporte nos puede dar seguramente mucho más pistas para entender y apreciar este y otros deportes que practica la gente en el comienzo del siglo veintiuno. Saber más sobre sus efectos en las masas y en particular en los jóvenes. Bourdieu (1930-2002) hizo estudios sobre este tema, inclusive de ahí tomó el concepto de “campo”, en el sentido de cancha, para incorporarlo al lenguaje con el que desarrolló una de sus teorías de análisis social.
La importancia y vigencia de la vieja máxima griega “mente sana en cuerpo sano”, es más palpable y necesaria que durante los tiempos en que se acuñó.

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