domingo, 22 de noviembre de 2009

Cabo corrientes

Cenaron comida fresca y sabrosa. Carne enchilada, frijoles negros, queso, café cultivado en la región, dicen que le revuelven capomo para rebajarle lo hipnótico, leche hervida con pan del horno y calabaza endulzada.
¿Y nos darán crédito, licenciado? Para engordar toretes. Aquí hay buen agostadero.
La noche estrelladísima y muy serena, era como para pensar. Ni quien se hubiera imaginado nunca el destino: ¿Qué hacía en el campo, sin antecedentes y experiencia alguna fuera de los boy scouts? Conjeturaba y al final de las interminables cavilaciones, sentía satisfacción por decidir lo que hizo: Se tomó en serio el papel de enlace del gobierno con las comunidades campesinas en asuntos crediticios de la Banca Oficial: técnico de campo. La primera misión, pese al “fracaso” de cruzar la corriente, resultó estimulante para los meses venideros. En unas cuantas excursiones conoció la zona de servicio: la formaban más de veinte comunidades, ejidos y nuevos centros de población ejidal.

Repartidos en un amplio municipio donde desciende la Sierra Madre Occidental hasta formar colinas espesas de verdura junto al Océano Pacífico, los paisajes acicatean la imaginación. Se forman con la selva, las cañadas y ventanas de follaje donde asoma el mar dorado por soles que se pierden en la curvatura del horizonte, apenas visible entre enormes tules y parotas. Los campesinos; los acreditados, viven al día, de su siembra y animales. Poco a poco los conocía, su apariencia daba cuenta de una vida ardua: rostros cenizos, surcados por enmarañadas arrugas alrededor de los ojos que brillaban bajo sombreros ajados y manchados de lodo y estiércol. Llevaban ropajes descoloridos que apenas les cubrían y las manos de venas recias, inflamadas del esfuerzo sobre las bridas, sobre los yugos, el arado, las reatas y demás aperos del trabajo, lo mismo sabían del áspero terrón, que de las blandas ubres de las vacas. Igual amarraban un cincho, que hurgaban bajo la falda de sus mujeres.
En las asambleas que más tarde presidió Carlos, como funcionario de la banca oficial, observaba el salón saturado de humores y pensaba que aquélla gente estaba condenada en la tierra. Sus genes eran seguramente diferentes a los de la gente que es de ciudad, pues se le figuraban de pobres atormentados por alguna cuestión de índole espiritual, medio karmática. Por alguna razón nacieron aquí, pensaba.
Caras que podían gesticular de manera grotesca. Cuerpos con huellas de enfermedades y accidentes propios de su vida ruda, a menudo mostraban mutilaciones o malformaciones. Las cruzas sanguíneas dejaron en ellos reminiscencias de pasados tormentosos. Muy poco se advertía la sangre indígena pura. Más bien la mezcla era la que seguramente daba a las reuniones el aire surrealista que tanto impactaba; como si cobrara vida una pesadilla colectiva en medio de un paraje remoto y abandonado a su suerte. ¿Qué circunstancia les confinó? ¿La historia? ¿El azar? Eran producto del abuso del poder, o herederos de tierras inhóspitas por las que nadie peleó jamás. O ambas cosas. Lo tosco de sus facciones poco tiene que ver con el trato bondadoso que regalan a quienes creen su deber hacerlo. A su manera muestran siempre modales buenos que en todo buscan complacer y servir. Nobleza y sumisión al destino parecen ser su letra de cambio ante la vida. Ejidatarios, comuneros, peones de campo; qué más da. Son individuos que sobreviven con sus familias trabajando una parcela. Pero eso sí: la comunidad es en realidad algo común; valga la expresión. Nadie enferma sólo, ni se queda sin comer. Comparten siempre. Las puertas de las fincas son humildes adornos que solamente cierran de noche para contener el viento frío. Hasta el perro es solidario, les cuida a todos.
El ingenio curioso que tiene la gente rural permite estar al tanto de casi todo lo que se sabe. Llegan noticias de boca en boca y si son cosas de importancia, se arriman un radio. Así son todos ellos: Benigno, delgado, con aire jarocho. Teodosio, fue aquél que en una reunión se puso de pie para gritar que la plaga de langosta lo dejó sin el sustento familiar…”No estoy llorando, me están sudando los ojos”.
“A Yelapa se llega también por el Tuíto. Se baja a pie o en macho. Hay que pasar Chacala, la Congre y después, meterse en el monte. Es cosa de un día o dos. Allá arriba destilan el raicilla. Las pencas maduras se majan y hierven con panocha. Después el puro alcohol pasa por el alambique y así se da el vino que se toma por acá. Transparente y con burbuja; una perlita que se forma si agitan la botella. Espirituoso. Se comercia hasta muy lejanamente. Antes, en las damajuanas que se ponían en las mulas: Cargas y cargas, por el embarcadero de Tehua, o de Chimo. Ahora en los envases que se consigan; sellados con olotes y plástico. Sin raicilla no hay fiesta y sin fiesta no hay nada aquí.
En Cabo Corrientes no pasa nada desde que los indios se comieron a unos españoles que llegaron hace cuatrocientos años. No pasó nada extraño después. La gente vino y los indios se fueron, se acabaron. Quedan unos cuantos por ahí, separados de los pueblos grandes. Se alcanzaron a salvar de los frailes que los querían convencer para que fueran mansos. Ni huella dejaron aquéllas gentes. Por eso se fueron extinguiendo y porque les quitaron, cada vez más, la tierra. Los carros llegaron hasta hace poco y no a todas partes. La luz tiene un año. Lo único distinto que ocurrió por aquí, lo verdaderamente que sí se vino a sentir, es el gobierno. Ese sí que se ensañó porque le partió la madre a toda la gente del campo. Antes se vivía mejor, no faltaba a nadie una tierrita, un trabajo aunque fuera de peón. Podía uno comer a la hora que sea: un taco, dos, unos frijolitos, chile, usted sabe. Había cantidad de animalitos que se cazaban. Ya no, hoy es pura incertidumbre y miedo a la autoridad. El gobierno nos perjudicó, porque nos trajo dizque unos créditos. Firmamos unos papeles y los que no supieron poner su nombre, pintaron el dedo. Con eso firmado nos trajeron siempre bien agarrados los del banco. No pudimos pagar. ¿Cómo? si los fierros esos que arrimaron nunca supimos para qué servían.
Ahí están. Mire como se trepan los chivos en los tambos de aceite. Es pura grasa para las motobombas que arrimaron los técnicos de la secretaría y las echaron aquí. Pero no entienden que nosotros no podemos pagar esa deuda, si no ha sido bueno para nadie que se queden las cosas a que les de el sol. ¿Entiende licenciado por qué nos oponemos a que vengan los representantes como usted? No es que no nos guste que se acerquen para acá las visitas. De todos modos son pocos quienes se atreven a venir así nomás. Ya probó cómo son los caminos. Apenas en su carrito con doble tracción y a veces ni esos pasan, como cuando están crecidos los arroyos, ya ve, licenciado. Mire allá: tramos y tramos de tuberías desperdiciadas en abandono de años. Equipo agrícola importado. Una bofetada oficial a la gente más pobre de México. Hasta el lubricante, la grasa, fue traída de Inglaterra para descansar junto con los fierros, a la intemperie, bajo el sol de la costa jalisciense. Los bandidos de las secretarías, como un carrusel de animalitos de la burocracia, se quedaron con el capital y los campesinos con la deuda. Esto es real y comprobable aquí, en el Nuevo Centro de Población Morelos, municipio de Cabo Corrientes, Jalisco, licenciado”.
La manada de cabríos retozaba sobre las pilas de tambores de doscientos litros. Las bolitas de sus excrementos cubrían las tapas.
“Mañana es la asamblea, pero no pienso ir, licenciado. Para qué, ya ve usted cuánta mentira nos manejan”.
–Tienes razón, Jesús, pero si no asistes no te anotan para el crédito.
“Que hagan lo que gusten con el maldito crédito. La gente de aquí podemos vivir mejor sin que el gobierno se meta con nosotros”.
–De acuerdo contigo, pero necesito que estés por ahí. Ayúdame a dirigir la junta para destrabar lo de la cartera vencida.
“Así déjelo, no se puede hacer nada. Ya lo han visto varios representantes y hasta un diputado. Estamos jodidos por ignorantes y borregos, es la verdad. Eso de las asambleas son puros discursos bonitos, de ustedes y del comisariado. Mejor váyase, licenciado, aquí la gente ya no quiere muy bien a los del gobierno. Se lo digo porque me lo han venido a pedir: Ya no aceptan que reciba a nadie. Se les figura que los van a hacer que firmen otra vez y que puedan perder las parcelas. Lo han visto en otros lugares: Donde quitaron milpas y cocoteros para hacer jardines de hoteles y campos de golfo, o como se diga; todo eso que ustedes llaman el turismo, licenciado”.

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