jueves, 12 de julio de 2012

El ciudadano democrático



La democracia es producto de ciudadanos como respuesta a las tiranías soberanas o totalitarismos impuestos desde las cimas del poder. Se construye y funciona en esencia a base de mayorías y de otros factores que la conforman como un sistema de régimen político. Entre ellos podemos considerar los procedimientos necesarios para la rotación del poder mediante la participación de quienes acuden a elegir o ser elegidos, al igual que otras condiciones que hacen de este ejercicio pacífico la única posibilidad de convivencia entre quienes conforman las naciones como individuos que ejercen libremente todos sus derechos. En el ámbito internacional, la democracia sigue operando en un campo que obedece reglas basadas en la búsqueda del consenso mayoritario para efectuar los múltiples tratados de impacto global.
La democracia hace propicio el pacto social entre los distintos actores que ven por sus intereses de cualquier índole, para lo cual existe el marco constitucional que los ampara, respalda, regula, condiciona e incluso les inhibe o coarta libertades cuando llegan a ser contrarios al interés del consenso.
A diferencia de las naciones donde tuvo origen y se fraguó la democracia con el fortalecimiento de la esfera pública, conformada sobre todo por la burguesía floreciente que antecedió a la clase media, en los Estados colonizados donde llegó a ser implantada mucho después de que consiguieron sus independencias, surgen distintos inconvenientes que no ha sido posible superar. Por principio en estas naciones, como México, las masas fueron enseñadas más a venerar y respetar a los amos y superiores, que a ser ciudadanos, condición básica para modificar o intentar cambiar el orden social. De ahí que los caciquismos hayan proliferado históricamente en todos los sectores, desde el campesinado al obrerismo y hasta la gran burocracia junto con las estructuras partidistas. Toda la armazón del régimen, desde la presidencia de la República hasta las fractales que se replican por el país señalan ese patrón en el que el diseño de la imposición del poder y la fuerza para perpetuarlo, invariablemente han emanado de las cúpulas, en lugar de hacerlo desde las bases que simplemente obedecen y sirven.
Además el tapiz sociocultural mexicano hace que persistan costumbrismos ancestrales e igualmente una población que rebaza en número a otros sectores, la cual se haya muy distante de representar realmente una ciudadanía.
Se trata de la gran masa cuyo rezago cultural, específicamente en materia política, le vuelve dúctil a las voluntades de la élite. En esta franja poblacional, como lo acabamos de ver, se decide el mapa político que relevará al actual, como ha sucedido a partir de 1990, cuando se crean organismos ciudadanizados o no partidistas que se involucraron en los procesos electorales. Sin embargo éstos no alcanzaron a tener los niveles de autonomía necesarios con respecto de los partidos u otros poderes, incluso de facto, por lo que los procesos electorales de 2006 y 2012 manifestaron múltiples irregularidades que dieron origen a varios litigios que no han concluido, en el caso del anterior procesos electoral. En esta etapa del 2012, las faltas comienzan a ocurrir aún antes del comienzo de las campañas, cuando la expectativa mediática construyó la candidatura de Peña Nieto respaldada por grupos de empresarios cuya apuesta les redituará ampliamente para incrementar sus emporios.

El gran problema de México es la corrupción.
De ahí parte todo lo demás, inclusive la posibilidad de acrecentar la cultura ciudadana, cooptada por dichos poderes fácticos, en especial los medios de comunicación cuyo poder doblega al Estado quedando a merced de los corporativos locales y lobbies internacionales que aprovechan la coyuntura política al máximo, dejando aproximadamente la mitad de la población con una marginalidad de vida entre las peores en América Latina. Este sentimiento  lo manifiestan las protestas populares que se alzaron contra la imposición del candidato del PRI: “Televisa te idiotiza”.
Con este escenario que además de crear incertidumbre y desconfianza tiende a ser turbulento, no existirá democracia en México, comenzando con el obstáculo mayúsculo que imponen los medios de comunicación que forman un bloque; en especial la televisora y algunos diarios, que por años se han dedicado a construir imaginarios a favor de que no cambien las cosas. Recrean el país ideal, cuya divisa es el consumismo mediático y por ende la racionalidad de las multitudes acondicionada  a la que exhibe este poder fáctico.
Por estos motivos, principalmente, será casi imposible que un partido de izquierda llegue al poder y logre transformaciones. Y eso es precisamente una de las características de la democracia; la participación equitativa de todas las fuerzas sociales en los procesos políticos.
El derecho cancelado de antemano para que gobierne López Obrador, nos semeja a las peores dictaduras  padecidas en este continente y otras partes del mundo, donde el pueblo es visto como la correa de transmisión de los intereses concentrados en la élite.
Con su ignorancia y vida carenciada, la gente legitima esta clase de poderes que se pueden perpetuar ad infinitum, teniendo para ello los recursos en una cuantía difícil de calcular, tomando en consideración la hibridación del capital ilícito con el resto del capital.
 México entra en una etapa que supera en dificultad a las anteriores crisis recientes que se dieron a partir de la manipulación de los procesos electorales, con la venia de las autoridades elegidas supuestamente para vigilar escrupulosamente la limpieza y autenticidad de dichos procesos, de lo cual se abstuvieron en tanto cobraron puntualmente “sus servicios”.
La confianza en las instituciones en México se convierte así en letra muerta, como sucede con esta clase de reglamentación electoral que se presta más para la simulación, que para un proceso cuya legalidad no deje lugar a ninguna clase de dudas.
Los delitos electorales como los cometidos en 2006 y 2012, debieran ser castigados como delitos federales que no otorguen el derecho de fianza a quienes cometen tales latrocinios. Una muestra de justicia y equidad en esta vorágine política sería un buen ejemplo de que la Constitución tiene vigencia. Lo otro es incitar a la desobediencia civil, al desenfreno de las masas justamente indignadas, situaciones que nos recuerdan las ideas de Ortega y Gasset, quien describió  excelsamente en su obra el fenómeno de las rebeliones.