domingo, 22 de noviembre de 2009

No natos

Los portazos se escuchaban en batería por todo el edificio. Algunos vecinos se apeñuscaron en el departamento de las dos mujeres que vivían solas; unos, por ver qué averiguaban, seguramente para contárselo a quien fuera, otros, simplemente se apresuraron a prestar ayuda, aunque no sabían exactamente de qué se trataba. El llamado de auxilio de la madre, ante los síntomas de la hija, alertó a la gente del condominio. Sólo unos breves instantes duró aquello y la muchacha entró en shok después de arrojar un feto. La asistencia médica tardó minutos que parecieron muy prolongados, pero lograron finalmente salvar su vida. Carla recuperó la conciencia después de cinco días. El problema es que estos casos comenzaron a multiplicarse por toda la ciudad y el número de abortos involuntarios alcanzó cifras que nunca se habían registrado. Las autoridades sanitarias mostraron tener reflejos bastante rápidos y después de cientos de dictámenes, tuvieron la inquietante certeza de que algo insólito tenía lugar en las mujeres preñadas. Los partes médicos, acompañados de extensos protocolos clínicos, pronto llegaron a las máximas autoridades del país, sin embargo, se dictaron órdenes de no participar a la población de lo que ocurría, en tanto no se tuviera la investigación completa, el expediente científico que explicara el fenómeno y sobretodo, mientras no se estuviera en condiciones de garantizar ayuda a quienes veían frustrado el deseo de concebir.
El secreto le duró al Estado cuatro semanas. La noticia desbordó sus contenedores y de inmediato se pusieron en sintonía multitud de emisoras de radio y televisoras que incrementaron la incertidumbre. La prensa investigó, documentó y publicó miles de casos que día a día se extendían a otras regiones.
Cuando el pandemonium tenía cinco semanas de haber aparecido, fue solicitada la ayuda internacional. La desoladora respuesta llegó en unas cuantas horas: la comunidad científica se encontraba conmocionada ante algo sumamente extraño que se manifestaba en distintos puntos del planeta. Los primeros reportes sobre un flagelo intempestivo, llenaban varios miles de páginas en Internet. ¿Qué le sucede al género humano? ¿Por qué ha dejado de concebir nuestra especie? ¿Es el principio de su final? Estas y otras preguntas aparecían en los encabezados de los diarios de todo el mundo.
No había mujer que lograra mantener el estado de preñez más allá de ocho o nueve semanas y se observaba que cada día las expulsiones sucedían más temprano. Fueron aplicados infinidad de métodos en todos los países y nada, absolutamente nada impedía el llanto y la angustia de millones de mujeres de distinta edad y raza.
Ninguna alarma que tuvo la humanidad en su historia sonó tan fuerte. El miedo a la extinción se apoderó de la especie. Los días estaban visiblemente contados. ¿Quién será el último en morir para que no quede nadie?, se preguntaba la gente.
Los más encumbrados genetistas y expertos en reproducción humana, congelados en sus teorías, se desesperaban sin lograr dar un paso orientador. Un poeta se refirió a los árboles, cuando éstos pierden sus frutos y no los vuelven a recuperar. La tierra, ¿o quién?, decidió quedarse sin la que supuestamente había sido su mayor obra, es decir nosotros, los seres superiores. Esta interrogante se escuchaba todos los días en las conversaciones de infinidad de personas.

Las maternidades cerraron y todos los cuneros del mundo fueron quedándose vacíos. Nadie más volvió a nacer desde ese día en que se escucharon tantas voces y gritos, en el edificio desde donde se ven las calles, cada hora más huecas y silentes.
Los niños continuaban su crecimiento de manera normal y en muy pocos años la infancia se perdería tal vez para siempre. Decenas de miles de jardines escolares y guarderías cerraban sus puertas. Las educadoras, despedidas, trataban de acomodarse en grados superiores y buscaban la capacitación para ello. Todos se preparaban para enfrentar una sociedad cabalmente adulta, que envejecía, envejecía, envejecía, sin nadie detrás.
Ya no había una generación atrás empujando y la última se hacía grande en años vividos.
La ciencia, tenaz como siempre, soberbia, no cejaba en realizar experimentos, ni tenía límites para invertir los recursos para salir del agujero negro en que alguien, o algo nos puso a todos.
Ahora se sabía lo que el tigre blanco sintió cuando se dio cuenta que ya no tenía hembras para procrear, convirtiéndose en un solitario perseguido por fragmentos de metal. La naturaleza enseñó, a su manera, a percibir la realidad, como sucedió a los rebaños de búfalos, a los clanes de osos, manadas de ciervos, los grupos de caimanes y miles de criaturas, que se vieron morir entre sí, ante el implacable paso del homo ¿sapiens?.
Llegó la hora en que se tuvo que decir que no somos ningunos reyes de la creación, ni tampoco hijos predilectos de nadie y mucho menos perfectos. Estamos hechos únicamente a imagen y semejanza de los padres, de nosotros mismos y de la naturaleza. En nuestras manos se encuentra ahora lo que somos y el tiempo que nos queda.
Los últimos niños que habían nacido se acercaban rápidamente a la adolescencia: las jugueterías se convirtieron en otra cosa y los juguetes, cada vez más escasos, comenzaron a ser artículos de colección.
Los dulces fueron borrándose de las tiendas y los parques quedaron desiertos. Los pocos infantes que aún no crecían, eran adorados por el resto de la humanidad, pero en cuanto daban señales de desarrollo, disminuía su atractivo. El cambio de voz y la aparición del bello, eran las señales que les incluían al resto de sus congéneres.
Los padres de los niños no tenían que gastar un solo centavo en ellos, todo se les daba por medio del Estado y de millones de altruistas: el vestido, los materiales escolares, los artículos deportivos, juguetes, parques y diversiones, todo era absolutamente gratuito para los niños que aún quedaban en el mundo. Las compañías aéreas ofrecían viajes sin costo para las familias que tuvieran hijos menores de doce años.
Los últimos que habían venido al mundo antes de la hora fatal en que ya no hubo quien naciera, eran atendidos desmedidamente, al margen de su condición social, raza o color de piel. Literalmente los niños llegaron a valer su peso en oro, ya que si no se tenía en el corto plazo una respuesta a la parálisis reproductiva, serían los últimos niños de la Tierra.
Ni siquiera las mujeres catalogadas como potencialmente fértiles, que tenían relaciones sexuales con hombres sanos y viriles, eran capaces de lograr gestaciones más allá de cuatro o cinco semanas.
Fueron experimentadas todas las alternativas que ofrecían las clínicas de fertilidad y reproducción humana, incluso se hicieron experimentos en el espacio, sin mejores resultados. El ser humano, la especie, perdía su lugar en el universo.
Necesariamente la vida tuvo que cambiar, el comportamiento comenzó a hacerse distinto y la sociología, en sus distintas especializaciones, trató de ser la disciplina que coadyuvara en la solución del mayor enigma de la época contemporánea.
Pero el asunto iba mucho más allá de aspectos disciplinarios y científicos, era un tema que desafiaba cualquier terreno cognoscitivo. La ciencia entonces y por primera vez, se vio vencida. Fueron súbitamente frenadas las investigaciones y se suspendieron totalmente los proyectos de laboratorios que buscaban la respuesta.
El estado de ánimo de la gente fluctuaba de acuerdo a su condición: los viejos, en su mayoría parecían indiferentes, sin embargo los matrimonios jóvenes estaban totalmente decaídos y se les adivinaba de qué manera serían felices si tuvieran la posibilidad de concebir aunque fuera un hijo.
Pasó una década y dejaron de ser niños todos los que quedaban en el planeta, ni un solo infante jugaba o gritaba en la calle, en los parques. Cerraron las escuelas primarias y salvo algunos casos, todos los jovencitos fueron pasados a secundaria. Los últimos en nacer ya habían rebasado los doce años.
Todo ser vivo se reproducía igual, excepto el género humano.
Unos estudios recientes, revelaron que las mujeres perdieron paulatinamente la fertilidad, hasta que llegó un momento en que se precipitó el mal, generalizándose, como si se tratara de una epidemia. Las estadísticas no tomaron en cuenta de manera suficiente la tendencia que se hizo notar desde dos décadas atrás. Estaba anunciado que la gente disminuiría su reproductividad, aunque jamás se sospechó que fuera a ser algo demasiado intempestivo, como una atrocidad apocalíptica.
Muchas familias tuvieron que conformarse con uno o dos descendientes y fueron muy afortunadas junto a millones que perdían la esperanza de ser padres alguna vez en su vida.
Hubo quien prometió embarazos muy próximos y se hicieron fortunas explotando el supuesto elíxir que devolvía la fertilidad. Marcas reconocidas estuvieron a punto de perder juicios por supuestos medicamentos que curaban el “mal del no poder tener hijos”.
Conforme a la edad y número de mujeres que entraban en la pubertad, la ciencia se planteaba soluciones que tenían que dar resultados en un plazo no mayor a veinticinco años. Después de este cuarto de siglo, difícilmente se encontrarían mujeres en condiciones de procrear un hijo sano. Entonces tendría lugar el principio de la extinción de la especie científicamente comprobado.
Un poco más de dos décadas para actuar, pareció un plazo bastante holgado para la sabiduría científica, sin embargo, los hombres y mujeres de ciencia estaban preocupados como nunca antes lo había estado alguien que se supone debe tener las respuestas a la mano.
La única solución aparente era la reproducción “in vitro” y se comenzaron a construir laboratorios complejos que sirvieron para continuar la especie de manera artificial. Sin embargo, quienes elaboraron los primeros experimentos no imaginaron que las criaturas no vivirían más allá de tres semanas después de su “alumbramiento”: algo sucedió también con estos procedimientos reproductores y no pudieron funcionar. Se alejaban las posibilidades de trascender la reproducción humana a como diera lugar y por primera vez en su historia la humanidad se unió para una sola causa: continuar en el planeta.
Quienes habían sido los últimos en nacer llegaban ya al límite de su edad reproductiva y no aparecían señales de encontrar la solución. Las cada día, menos mujeres teóricamente fértiles, cuidaban sus efímeros embarazos vigiladas por contingentes enteros de especialistas que luchaban frenéticamente por continuar la gestación. Siempre perdieron la batalla los ejércitos de personas que invirtieron su vida en buscar alternativas y que, agotadas, se fueron dando por vencidas
La falta de niños en la humanidad tuvo un efecto que podía percibirse como si de pronto fuéramos mucho menos y de hecho así sucedía: la gente moría, pero nadie la suplía. Uno podía pararse en cualquier sitio de una ciudad y observar que la gente iba más lento y casi nadie llevaba compañía Qué extraño comenzó a ser todo: una lenta despedida donde los más jóvenes decían adiós desde un tren que tenía millones de años de recorrer el universo.
Nos vamos para siempre, se decía muchas veces en múltiples idiomas. Antes del final, que será aproximadamente dentro de cincuenta años, debemos dejar el mundo en condiciones que pueda hacer surgir, o recibir de nuevo, una especie como la nuestra. Este enunciado apareció traducido a todas las lenguas y de inmediato comenzaron a abandonarse las tareas que tuvieran que ver con el daño a la ecología. Ya no fue necesaria tanta productividad. En muchos lugares, ya nadie estaba para mover millares de fábricas, ni para obtener frutos de la tierra o el mar. Cada quien se procuraba lo necesario para vivir. La población global, en cuatro décadas, descendió en setenta por ciento. Las ciudades, en gran parte deshabitadas, se volvían fantasmales El dinero perdió totalmente su valor, al igual que todo lo demás: comer, vestir y quitarse el frío o el calor, era todo lo que tenían que hacer los cerca de cuatrocientos millones de seres humanos que aún poblaban la tierra.
Nadie cobraba ni un centavo por trabajar, puesto que todo se hacía solamente para satisfacer lo necesario y ninguna persona tenía lo que no le era posible consumir o mantener. Todo quedó a mereced de quien le viera alguna utilidad o beneficio y la verdad es que muy pocas cosas tuvieron esta cualidad.
Contra toda la resignación que se había alcanzado, un grupo de científicos llegaron a la conclusión de que todavía se tenía alguna posibilidad entre unas diez mil mujeres que tal vez estaban en condiciones de embarazarse y cumplir con los nueve meses de gestación, de acuerdo a los más recientes informes que se concentraban en un laboratorio especial de genoma humano.
Estas mujeres, teóricamente debían pertenecer a etnias cuya mezcla se hubiera mantenido al margen de otras razas, es decir, con un alto grado de pureza tal que les permitiría, por la diferencia de cromosomas, hacer el intento de implantar uterinamente un embrión con ADN perteneciente a un individuo de antecedentes híbridos en su sangre.
El cálculo sobre la cifra de mujeres susceptibles de salvar a la raza humana, no era tan exacto, ya que en pleno siglo XXI, una gran cantidad de comunidades permanecía en total distanciamiento del resto de la civilización.
Quienes tenían a su cargo el manejo de las estadísticas, concebían ideas aproximadas sobre la ubicación de las posibles madres en los distintos países donde se consideraba que estuvieran, de manera que fueron en su búsqueda los que no descansaban en la lucha tenaz por sobrevivir como género.
Era preciso tratar de localizar mujeres de aproximadamente cuarenta y tres años, capaces de procrear y eso no era una empresa fácil en las circunstancias en las que se hallaban quienes temían por un desenlace previsto.
Las ideas científicas, por eso puedo contarlo, estaban cerca de la razón, aunque les faltó el elemento sustancial. Quienes tuvieron la iluminación para llevar a cabo el gran paso y salvar al hombre, no fueron los genetistas occidentales, ni tampoco los expertos orientales. La idea le vino a un anciano, viejo curandero de una tribu americana, que veía con demasiada tristeza la inminente extinción del clan. El indio tomó una mujer madura y la casó en una ceremonia que duró tres días con sus noches. Cuando la pareja se retiró a su pequeña choza de adobe y madera, el más viejo y sabio del pueblo y por tanto el jefe, se recostó junto a la fogata para leer las constelaciones.
A las pocas horas de adentrarse con la mente y con su mirada en la profundidad del cielo estrellado, entendió porqué ya no nacía la gente.
Pidió, con humildad y fervor, descendencia para la pareja que se acariciaba en el lecho y, junto con ello, solicitó el perdón de los dioses que se alejaban de nosotros hacia el infinito.
La aldea donde tuvo lugar el único parto en casi medio siglo, está en el norte de Jalisco y la esconden del mundo cientos de montañas y abismos. Pertenece al cosmos wirrárika y su gente se dirige a todo lo que le rodea por medio del color, Ahí nació una niña que cuando creció pudo ser madre y vio jugar a sus hijos en las colinas y arroyos donde el viento los esparció por el mundo para que naciéramos nosotros y se conociera esta historia. En otras comunidades del mundo, donde se mantuvo la sangre en estado de pureza, gracias a la lucha de los individuos por sobrevivir a través de los siglos, entre esa gente humilde y genéticamente acosada, se repitió el mismo fenómeno, sólo ellos fueron los elegidos para continuar.
Después de cien años de los acontecimientos que describen estas páginas, los niños han vuelto a ser los verdaderos reyes de la creación.
También es necesario decir que esos mismos niños aman el mundo al igual que el mundo les ama a ellos.

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