domingo, 22 de noviembre de 2009

Celia

Papá acomoda las maletas en la cajuela. Refunfuña porque mamá no ha dejado de hablar cosas como si le estuviera auditando: “Que si ya cerraste la perilla del gas”, “que le parece necesario llamar a la vecina para dejar la llave”, “que si va a quedar solamente una luz encendida”...
El vehículo se mantiene con el motor prendido, desde hace rato. Me desespero adentro, instalado con mi walkman a todo volumen. Procuro desconectarme del lío que arman ellos.
¿La historia? Siempre es la misma en cada salida de viaje: a los dos se les pasa la adrenalina. A cada momento repiten que “cancelemos todo”, “que no vamos a ninguna parte”, “que con esta familia no se puede ir ni al supermercado”, “te dije que era mejor mandar a la muchacha en el camión”. “pues me lo hubieras recordado”...
Celia apareció en la puerta con su escaso equipaje. – ¡Súbete a la camioneta,
Niña !– indica mi madre. Guardan sus cosas y nos acomodamos todos. Por fin
rodamos por las calles, comenzamos a dejar, poco a poco, la ciudad.

Me llega su olor mientras mira por la ventana, pensativa. Algunos cabellos se le untan en la cara. Está limpia, como que acaba de salir del baño. Percibo la frescura, pero también el aroma a ella; cierto humor que me recuerda los objetos de su cuarto: el colchón, la cómoda y lo mínimo de prendas que posee.
Es delgada, todavía muy joven, no llega a los quince. Vino hace poco de su pueblo, mi madre dice que es aún chica, que no sabe cocinar. De todas maneras se ha quedado en casa y ahora sale de vacaciones con nosotros. Yo no estaba enterado de que vendría hasta que la llamaron para sentarse junto de mi. No sé qué haremos con ella en Disneylandia, pero ese es asunto de mis papás.

Paramos a comer y mi compañera de asiento no quiso probar bocado. Quizá presentía que el camino se iba a convertir en un tobogán que le haría expulsar todo, como vino a suceder para su infortunio: Nos orillábamos y la pobre bajaba y deponía el estómago hasta que se lo vació. El resto del trayecto lo pasó con una bolsa de plástico en la mano, medio dormida.
Yo también me quedé dormido, hasta que me despertó la voz de mamá que nos llamó para descender del automóvil a descansar en un hotel.
No supe dónde le dieron alojamiento a Celia. En la mañana, estuvo antes que nosotros para desayunar. Nos esperaba en la mesa, sonrió cuando llegamos a su lado.
Después del almuerzo, mi padre fue a comprar algo al mercado para llevarlo de regalo. Regresó con varios bultos y continuamos el viaje. Me recargué un poquito en ella, enseguida acomodé mi cabeza sobre sus piernas. Acarició mi pelo, sentí delicioso.
Hicimos otra escala, forzada, porque el vehículo tuvo que dejarse para una revisión mecánica. Pasamos otra noche en una posada. Esta vez no fue posible que Celia durmiera aparte, de manera que estuvimos los cuatro en una recámara. Se veía incómoda, pero no le quedó más que soportar la presión de estar demasiado cerca de los patrones. Lo bueno fue que estábamos próximos a la playa, y al día siguiente aprovechamos el agua del mar. Ella no lo conocía; al principio tenía miedo hasta de mojar sus pies. Jugamos y recogimos algunos objetos pulidos por las olas.
Seguimos la ruta sin volvernos a detener, cruzamos el desierto hasta que llegamos a ver las luces de la frontera. A la media noche llegamos a Tijuana.
Fuimos alojados en la casa de mis tíos. De inmediato comencé a esconderme con los primos y algunas primas. Uno de ellos, que es mayor y tiene fama de vago, le apuntó con los ojos a Celia y en cuanto pudo la invitó a subir a su coche. Yo escuché cuando le propuso llevarla a Ensenada. Pero ella lo dejó con las palabras en la boca y desde ese momento procuró no separarse de mi madre.
Alguien nos comunicó que ya habían arreglado los papeles de Celia y venía en camino un tío para llevarla a San Francisco. A los dos días llegaron por ella. La acompañamos al aeropuerto, entregamos sus documentos en la oficina de migración. Nos despedimos. Mi madre dijo que se pondría en contacto con alguna de sus hermanas, para avisar en el pueblo que ya la habían recogido los nuevos patrones de Estados Unidos. Comenzaron a rodársele algunas lágrimas, la tuvieron que abrazar. Me puse triste también, sobretodo cuando dejé de verla entre la gente. Me había dado un beso y un caramelo que guardé en mi pantalón.
El estruendo de un avión que pasó sobre nuestras cabezas me hizo pensar en Celia. La imaginé alejándose para siempre, volando, sin posibilidad de volver a su gente, a su vida de antes.
Conocí el lugar que soñé, por haberlo visto tantas veces en la televisión, los juegos son enormes, pero todo es en inglés. Mis papás siguieron peleando por todo, me divertí algo durante el paseo, pero, cómo hubiera deseado regresar a casa al lado de Celia.

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