jueves, 15 de noviembre de 2007

Los pescaditos de ámbar

Por Carlos Villa
Le dictaba unos reportes a Lucía, cuando se acercó Beatriz con tres papelitos enrollados sobre la palma de la mano.
– Escoge uno, Miguel. Sólo quedan estos.
“MARTHA LAURA”, leer su nombre me cimbró.
El fin de semana me propuse buscar el regalo ideal, algo que se acompañara de su hermosura. Acudí a lugares donde la gente admiraba infinidad de artículos, dentro de los escaparates iluminados.
Después de caminar por varias calles, encontré en un establecimiento unos aretes que figuraban pescaditos de ámbar, montados en plata. Me parecieron ideales para que ella los luciera junto a su cabello claro.
La semana transcurrió de prisa y finalmente llegó el sábado, día de nuestra posada. La cajita apenas ocupaba un poco de espacio en la bolsa de mi saco, de manera que no coloqué mi obsequio junto a los regalos que se hallaban sobre una
mesa en espera de ser repartidos entre el personal del departamento administrativo de la compañía.
No sé cuántos grupos de personas estaban platicando, cada uno con distintos temas, yo mientras tanto, bebí unas cuatro o cinco cubas. Como nos encontrábamos en el jardín, con el fresco se me antojó el ponche.
Después de la cena y los infaltables chistes, dieron comienzo los intercambios. Se me aceleró el corazón. Sentí una ligera descarga en la piel a medida que pronunciaban los nombres y disminuían los regalos de la mesa.
En eso, noté que Martha Laura se encontraba frente a mí, a unos seis pasos, por supuesto junto al director, quien no paraba de hablarle, mientras ella, incapaz de ofenderlo, le miraba atenta y con media sonrisa.
Nuestros horarios pocas veces coincidieron, de manera que no tuve oportunidad de dirigirle la palabra a solas. Sin embargo, la llegué a esperar en la calle al entrar o al salir del turno, disimulando alguna situación, pero invariablemente apareció alguien que me arrebataba sin querer la intimidad que buscaba al lado de ella; esos instantes en los que éramos únicamente los dos, así fuera entre el apresurado trabajo de la empresa.
La vi en ocasiones subir en su Renault y alejarse. Cuánto me hubiera gustado seguirla, averiguar dónde vive y con quién.
Era cuando mi imaginación iba a su lado hasta parar en lugares recónditos, donde aparecía de pronto el inefable magnetismo que es capaz de fundir cuerpos y conciencias.
Estaba absorto, recreando mentalmente algún detalle de aquellos fortuitos encuentros y fantasías, por lo que tardé un poco en reaccionar después de que me llamaran. Víctor me obsequió una corbata y era el momento para entregar el presente navideño a la mujer que ocupaba mis pensamientos.
La tuve muy cerca, pude olerla. Al abrazarnos, aspiré su silencio perfumado y sonriente.
Saqué la cajita del bolsillo y la puse ante su mirada, que no paraba de reír.
– Gracias, Miguelito, ¿qué es?
– Espero que te guste, respondí un instante antes de que se diera la vuelta.
– Alberto Sánchez.
Las miradas se dirigieron hacia Beto, mientras que éste dio unos pasos y fue al lado de Martha Laura. Recibió el paquete y ahí mismo quitó la envoltura.
Pudimos ver una chamarra de piel. Se besaron. Ella se apartó de sus labios y dio a conocer a todos la fecha de su próxima boda en febrero. Enseguida levantó los brazos y en cada mano enseñó un pescadito.
– Miren lo que me regaló Miguelito, unos pescaditos de ámbar y son de buena suerte.

No hay comentarios: