Por más que se pregonen cambios y se quiera exhibir en el exterior una nación civilizadamente estable, la verdad es que la equidad, la justicia, la libertad de expresión, la gobernabilidad, entre otros dispositivos indispensables en las sociedades democráticas, no operan adecuadamente en México. El régimen actual y los anteriores se sostienen por las fuerzas armadas y por las facultades que les confieren los tres poderes, sumada a la propaganda que inunda e insufla los espacios públicos y privados a través de los medios de comunicación masiva. La voluntad ciudadana no figura en la toma de decisiones más allá de involucrarse en amañados y deficientes procesos electorales a modo de quienes mantienen el control social con la influencia de sus capitales y medios masivos.
Nada distinto de las dictaduras que ha padecido la humanidad en los tiempos modernos.
La ciudadanía queda inerme ante un congreso cuyo trabajo legislativo es incapaz de modificar las condiciones que permiten que unos pocos vivan abismalmente distanciados y muchas veces a expensas de la mayoría y que además ese reducido número lleve a cabo pactos con gobiernos extranjeros y empresas trasnacionales donde se juega el destino de las generaciones de mexicanos en términos de recursos como bienes públicos, soberanía geográfica y estratégica, seguridad nacional, desarrollo social, política externa: y otros rubros que conforman prácticamente la totalidad de los activos. Además, las cámaras controlan la mayor parte del presupuesto discrecionalmente y se constituyen como asamblea de privilegiados cuyo estilo de vida no guarda semejanza alguna hacia la mayoría de gobernados. Con algunas salvedades a contracorriente, los diputados y senadores sirven a poderes fácticos y se han beneficiado política y económicamente tanto ellos como los grupos que les promovieron y apoyaron en la obtención de la curul o el escaño y que no representan ciertamente la parte más vulnerable de los sectores sociales.
El poder judicial hemos visto que es una instancia maleable según la conveniencia de otro poder que continúa ejerciéndose en nuestro país con bastante similitud al que ejercía el Tlatoani en turno en el mundo azteca: el poder ejecutivo que encarna el presidente de la República y que finalmente doblega a los demás con muy escaso o limitado contrapeso.
Entre quienes han sacado grandes ventajas de esta dinámica se encuentran los propietarios de los consorcios que controlan la industria de la comunicación de masas. Hacia ellos se han encauzado enormes flujos de capital provenientes del erario público y prácticamente podemos afirmar que de ahí han obtenido gran parte del financiamiento que les permite ser lo que son. Literalmente los ha mantenido y los mantiene el Estado a través de los gobiernos. Únicamente los partidos políticos destinaban el ochenta por ciento de su presupuesto en productos y espacios publicitarios televisivos, cosa que de alguna manera va a cambiar con la nueva reforma electoral, aunque no exista garantía alguna sobre las formas de uso de medios de comunicación en procesos electorales y durante los periodos intermedios. Lo más seguro es que aquello que deje de facturarse como compra directa de propaganda se compense con creces por otras vías, como sucede en Jalisco, donde el gobierno del estado levantó una gran polémica al destinar el año anterior cerca de setenta millones de pesos para un evento juvenil de Televisa, además de comprometerse a aportar cerca de setenta millones más al Teletón durante siete años, más todo lo que implica el costo de un desfile anual de “estrellas” de televisión por las calles de Guadalajara, que se lleva a cabo desde hace más de una década y cuyo costo es de al rededor de 10 millones por evento. Por si esto fuera poco, recientemente se ha dado a conocer el nuevo “compromiso” del gobierno hacia la televisora según el cual coparticipará en la producción de una telenovela en la parte que cubrirá costos de hospedaje, alimentación, transportación, entre otros requerimientos de la gente del elenco y equipos de producción. Se calculan los gastos de estas cuestiones en alrededor de doce millones de pesos.
Con esta clase de “convenios” bien que puede recuperarse la empresa de lo que deja de percibir con la compra de espacios que utilizan los partidos para promover la imagen de sus postulados. Se trata de maniobras que realizan los ejecutivos de la firma y algunos funcionarios del gobierno. La correlación contiene también ventajas para los políticos como la disminución de la posibilidad de que las fallas o faltas en las que pudieran incurrir (situación que se repite frecuentemente) en el ámbito de los cargos conferidos, sean ventiladas hacia el exterior social. De tal suerte que las decisiones, irregularidades y vicios por los que se paga mayor precio por parte de quienes los costean a través de pago de impuestos, continúan en la cuenta de los contribuyentes ad infinitum. Lo mismo sucede con las políticas hacia los sectores como salud, educación, seguridad, ecología y otros. Muchas veces quedan éstas a merced de la voluntad de grupos o asociaciones civiles que nada tienen en común con una valoración plural, diversa y democrática de la sociedad y ante lo cual los medios comprados hacen mutis o deliberadamente los apoyan.
No recuerdo otro momento en el que se haya tenido tal maridaje entre las empresas mediáticas y el gobierno como el que se vive ahora. Los une el discurso y los intereses donde incluso figura otro poder decisivo en México: el clero católico y los grupos ligados.
Considero que la protesta espectacular que hicieron algunos “comunicadores” en la cámara y a través de sus distintos espacios cuando se aprobó la reforma electoral no fue más que eso: un espectáculo. Los presidentes de las empresas no acudieron a los tribunales como en cambio sí lo hizo alguien a nombre del Consejo Coordinador Empresarial, evidentemente con la avidez que distingue a los buscadores de oportunidades ante panoramas indefinidos o en el umbral de los vacíos de poder.
La relación por tanto continúa tersa y colmada de mieles en efectivo para ambas instancias. Los spots oficiales son el pan de cada minuto del mexicano y sistemáticamente ha sido coartada la libre expresión y circulación de las ideas. Esto acusa graves fracturas en un régimen que adolece de legitimidad y a su vez incurre involuntariamente en más acciones para desacreditarse como lo es tratar de imponer una sola voz, un discurso unipolar, en lugar de propiciar arenas para la libre exposición del diálogo entre los distintos actores de nuestra múltiple y contradictoria sociedad.
De ahí que las comunidades parlantes electrónicas vayan a la alza y se desmasifiquen. Se forman campos de fuerza colectivos que aún sin tener el contacto entre si, de alguna forma impactan en la sociedad como lo vemos ahora quienes compartimos este y otros espacios virtuales.
Surgen asociaciones, más o menos numerosas, que se constituyen en retroalimentación del proceso de comunicación social, así como en entramado inicial de refuerzo de la sociedad civil: agrupaciones de radioyentes y telespectadores, asociaciones de usuarios de servicios bancarios, organizaciones de consumidores, uniones de pequeños accionistas…Estos públicos se forman con personas que dejan de ser anónimas, que de masa pasan a ejercer de
La información como un bien social no desaparece con el consumo a diferencia de otros productos sino que se retroalimenta en ello. Quien recibe información la incrementa y la transmite a su vez imponiendo algo de su autoría y dando además la utilidad que le es conveniente. Se eleva el potencial de los flujos informativos dando lugar a caudales de opinión que circula por incontables redes y canales cada día más imbricados y complejos aunque no menos eficaces y veloces.
Somos parte de una creciente sociedad de la información, lo cual nos transforma de espectadores en actores, sin embargo, los acontecimientos y el clima social en sí, aunado a la tendencia de los medios a cerrar espacios críticos, nos obliga a pensar y llevar a cabo un nuevo pacto o contrato comunicacional donde la información y opinión pública sean los baluartes.
Información y opinión
La información genera reacción en forma de opinión. En la medida en que circulan datos relacionados con hechos donde se reflejan las dinámicas humanas, aumentan los flujos de opinión respecto de los mismos. Discursos y acciones por igual se traducen en lenguajes que los propios medios masivos crean para acoplarlos a sus segmentos y de ahí transmitirlos como textos imágenes o sonido, o todo a la vez. Y todo ello causa efectos porque las audiencias responden de acuerdo al marco cultural donde se incorporan o la formación individual que hayan obtenido. Pero nada de ello puede amplificarse sin los medios apropiados.
La circulación de mensajes a través de los medios electrónicos e impresos se da prácticamente sin restricción alguna en México. Trátese de lo que recibe el calificativo de “entretenimiento” o de lo que la mayoría de los medios masivos que tenemos consideran de carácter noticioso o informativo, los contenidos aparecen en los cuadrantes radiales o pantallas televisivas como si fuesen estos un retrato fiel del acontecer que nos envuelve y todo, bueno o malo, está incluido. Entonces ¿qué impide que nos enteremos objetivamente de las cosas que suceden? Bueno, la respuesta es muy simple; gran parte de lo que acontece no se vuelve mensaje mediático y por tanto pasa desapercibido para la mayoría de las personas.
Este razonamiento nos explica que estos medios de comunicación no se ocupan de todo aunque tenga trascendencia si no de aquello que no afecte sus intereses y en cambio les aporte beneficios como es proyectar una imagen de si mismos y de sus aliados como entidades que tienen y comparten valores y además los defienden porque así lo requiere y lo exige el “acuerdo social” del que forman parte.
La falta de medios de comunicación públicos realmente fortalecidos, entre otros factores, ha dado pie a un crecimiento desmedido de la industria mediática de índole privado. Esta circunstancia ha impedido que la sociedad cuente con espacios públicos de amplio espectro donde pueda generarse opinión del mismo carácter y de ahí un mayor poder ciudadano. Para suplir dichos espacios las empresas montaron su propio esquema de participación o “representatividad” social, en una suerte de democracia plástica con maquillajes y tintes de autenticidad. En base a estos modelos se adjudican el rol de árbitros de la vida política e institucional que marca las agendas de la nación además de erigirse como pontífices de la cultura política del pueblo. Por su parte el Estado ha sido complaciente y hasta copartícipe de esta práctica porque le ayuda a arropar la conducta de quienes trabajan dentro del aparato gubernamental. Se les representa en la pantalla o en los micrófonos como verdaderos servidores públicos que no tienen por qué ser indagados en su “vida privada”, así haya sido ésta modificada sustancialmente a partir de la ocupación de los cargos o sean señalados formalmente por comisión de delitos. La defensoría oficiosa mediática hacia quienes están dentro de las filas del sistema es inaudita en México. Aún que se les comprueben faltas graves el peso de los intereses que representan les exime y les aleja de la justicia. La impunidad tiene gruesas capas ante las que ni siquiera la incisión mediática causa mella. Los que se cobijan debajo están protegidos desde el poder o son parte del poder. La justicia acotada propicia medios acotados aunque rebosen de poder económico.
Un Estado subordinado o inmiscuido en los negocios de los poderes independientes o fácticos difícilmente permite el crecimiento de instancias democráticas y fácilmente sucumbe a la presión mediática que busca beneficios a costa de su ineptitud o franca corrupción. En esta dinámica nos hallamos hoy. La verdad no tiene expectativas en estas pantallas, micrófonos y prensa al servicio de capitalistas locales y otros de corte neoliberal que tienen los ojos puestos en las oportunidades que en teoría nos pertenecen como ciudadanía y donde la comunicación juega un papel fundamental.
De ahí se desprende una urgencia histórica para que la información precisa y honesta fluya y conecte a quienes la apliquen en beneficio de aquello que primordialmente ha de servir para recuperar y nutrir la dignidad humana.
La ley debería amparar la existencia de espacios libres mediáticos y no ser instrumento de quienes los limitan o erradican.
Los ciudadanos deberíamos multiplicar la solicitud para tener medios que permitan el flujo de la información como objeto reflector que permite modificar la realidad comunitaria donde estamos insertos.
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