jueves, 8 de noviembre de 2018

Ayácuac-xi-co´





El desconocido guerrero eligió cuál sería la flecha prefecta para un disparo de larga distancia. Tensó el arco con la yema de los dedos, para asegurarse de su firmeza. Estiró lo más que pudo para probar la consistencia de la cuerda anudada. El viento mecía las hojas junto con los tallos que crecían entre el zacate, tan crecido que era un escondite, se podía escuchar casi silbar entre las ramas de los encinos. Y de pronto silencio. Miró fijamente su objetivo; el hombre extraño que se apartó de sus compañeros para hacer una necesidad fisiológica. Pudo percibir su olor que ya podía distinguir de aquel otro de los animales, tan extraños como ese hombre. Éstos olían aún más, algo parecido a sus eses de yerba junto con sus orines. Ya habían dejado algunos rastros por el lugar, unas esferas deformes que dejaban saber que eran de materia vegetal, pasto machacado por los estómagos, y que pronto se volvían secas al recibir el sol. Los extraños hacían fuego con aquello, cuando todo lo demás estaba húmedo, las lluvias empapaban constantemente la floresta. El desconocido guerrero había pasado dos días con sus noches siguiéndoles. Desde que dejaron acuchillados a los ancianos, junto con los niños en la aldea. Las mujeres fueron llevadas, arrastradas y heridas, lloraban después de que sus cuerpos sirvieron para el desahogo de los extraños, que no deseaban preñarlas y por eso también las mataban después de penetrar en sus vulvas. Algunas que sobrevivieron enloquecieron, se arrojaron de los riscos. El guerrero desconocido envejeció cuando vio aquello, su rostro se mutó en piedra, vio morir a sus dos hijos atravesados por los filos que usaron. No tuvieron oportunidad de convertirse en hombres. Se mantuvo vivo o tal vez algún otro que huyó, como él, cuando cayeron sobre las casas de paja, arrasando con los metales y las patas de los animales, que hacían resoplidos cuando pisoteaban los cuerpos deshechos. Tocó suavemente la punta de obsidiana. La flecha estaba lista. Observó al extraño cuando se incorporó y tomó su arma con el puño. Una pareja de cuervos sobrevoló por encima de las cabezas de ambos hombres que dirigieron su mirada hacia las aves, uno sin ver al otro y el otro mirándole sin perder detalles. Ese era el momento para moverse del escondite, hasta colocarse sobre una peña, camuflado por las sombras de los árboles. Se irguió y apuntó; la flecha salió disparada con un silbido. El extraño pensaba en su lejana tierra al mirar la vegetación; árboles que crecen en lo alto de las montañas frías. Respiró por última vez. La saeta le atravesó la garganta.

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