domingo, 24 de octubre de 2010

El sapo

Esta es una historia real aunque parezca un cuento. Sucedió ante mis ojos y por eso la puedo contar, tal cual. Fue hace poco, durante la luna pasada.
Veníamos, mi mujer y yo, cortando camino a través de un parque que le llaman del “Sierras Hotel”. Ya había oscurecido cuando acabamos de cruzar y llegamos a la bocacalle donde encontramos un grupo de cuatro mozalbetes. Hablaban en voz alta al andar y vimos que se pasaban con los pies un objeto como si fuera una pelota, pero eso tenía más bien la apariencia de una fruta aplastada, hasta pensé en una rata muerta, ya disecada por la intemperie.
Pero no, no era nada de eso, sino que se trataba de un sapo, un pobre sapo que sufría los golpes de los zapatos de los muchachos que se divertían martirizándolo. Ella percibió antes que yo de qué se trataba y no dejó pasar ni una fracción de segundo para recriminarles su alevosía. Los chamacos ni contestaron nada y siguieron su camino, ya sin patear sapo alguno.
Por suerte el batracio no quedó reventado ante tal superioridad de fuerzas y lo vimos que saltó. Fue cuando creyendo hacerle un favor decidí llevarlo al jardín donde se hartaría de insectos, al igual que lo hacen otros sapos que se esconden y viven por ahí. Hasta se haría de compañeros y con suerte una pareja.
De manera que tomé una bolsa de plástico, pues siempre le tuve algo de repulsión a ese líquido que sueltan desde algún lugar cuando se les atrapa. Dicen que causa ronchas. Ya me han “orinado” cuando era muchacho, los sapos, y no me causó nada raro en la piel, aunque es mejor prevenir.
Me dispuse a atraparlo, cuando me percaté de algo que se me metía por los oídos y me saturaba por dentro la cabeza. Era un ruido parecido al balar de las ovejas pero acuoso y grave, como un ronquido vibratorio que hacía estremecer el aire. Producido seguramente por cientos de sapos que se buscaban en las proximidades de las charcas que hay en el parque, esas mismas que reflejan como se visten los árboles según las estaciones, hasta quedar desnudos en el invierno.
Me di cuenta que hacía allá se dirigía el sapo, cuando se tropezó con las "patas" de esos malvados que sin pensar en su daño, en su miedo, lo pateaban como patear una piedra, "jugando". Debió ser muy resistente para aguantar.
De todas maneras no desistí en la intención de llevarlo hacia nuestro jardín, de manera que logré atraparlo pese lo oscuro que estaba el suelo. A los pocos segundos lo liberé dentro y cerré el cancel.
Me olvidé del sapo en cuanto estuve dentro de casa y no recuerdo qué es lo que me hizo salir de nuevo; como que estoy recordando un compromiso con alguna amistad, como sea, el caso es que salí y me encuentro con el pobre sapo dando brincos pegado junto a la cerca, tratando de cruzar sobre una pequeña barda y saltar hacia fuera para alcanzar a llegar al estanque, donde tenía lugar la reunión que organizaron los de su especie. Por cierto ante un mandato curioso de la madre naturaleza, una especie de “finta”, que les jugó la estación, pues en pleno invierno se presentaron unos días soleados y cálidos, como una anticipada primavera que tal vez confundió a los órganos reproductores de los sapos, su calendario biológico o algo parecido que los dispuso a llamarse y cortejarse esa noche cerca del agua.
Lo escuché que maldecía con su voz baja y ronca: “mal le vaya a ese entrometido que se me atravesó, ¿cómo es posible que me dejara encarcelado? Total, al tipo ese que me trajo a patadas desde media cuadra ya le faltaba poco para llegar a la esquina y tal vez con una sola patada más hubiera descansado de patearme, dejándome adolorido pero libre. En cambio aquí estoy adolorido y preso. ¡Uf!”
Lo decía con tanto resentimiento y convicción que me preocupé, finalmente yo era responsable de su situación.
Primera moraleja del cuento: “aunque veas a un prójimo que lo lleva el destino a patadas, no siempre es bueno sacarlo de ahí pues se perderá de ser alguien entre los suyos”.
Tomé nuevamente la bolsa de nylon y con algunos engaños y ayudado de un palito hice que el sapo saltara dentro de ella. Lo llevé a unos pasos, donde ya no había calle y con seguridad podía introducirse entre la hierba hasta llegar a los estanques, en cuyas orillas seguramente se amontonaban los sapos.
Lo solté e inmediatamente dio varios saltos en dirección del llamado de sus congéneres. Alcancé a escuchar que me dio las gracias pero con la prisa que llevaba no le entendí muy claro.
La segunda moraleja es que si no lo hiciste bien a la primera, es posible que haya otra oportunidad.

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