En mi reciente visita a las librerías del rumbo del Mercado Alcalde, encontré, en la que se ubica por la esquina de Liceo y Reforma, una pila de ejemplares envejecidos y por lo mismo, rebajados de precio. Ahí estaba, desencuadernándose por el constante manoseo, el que alguna vez hojee en una venta de libros usados. No recuerdo cuál fue el motivo por el que no lo adquirí en aquél tiradero, a pesar de habérseme hecho curioso el título: “Historias de desencuentros”, publicado por Ediciones Nebulosa, en 1964.
Al reencontrármelo, no estoy seguro si se trató del mismo ejemplar de aquella vez, pero al menos se veía igual de desgastado, inmediatamente lo aparté. Dediqué también otros cuarenta minutos o quizá un poco más, a la búsqueda y curioseo de lo que había amontonado en los estantes o inclusive sobre el piso. Elegí un tomo de colección con empastado en piel, editado en 1979, de “La Montaña Mágica” de Thomas Mann, una edición especial de “La Feria”, de Juan José Arreola y me alegré por encontrar un ejemplar muy bien conservado del “Gog”, de Giovanni Papini, que publicó La Editora Latino Americana en 1969. Todos ya leídos, a excepción del que se me escapó una vez y de cuyos relatos elegí el que narro a continuación, porque me recordó una situación semejante.
Manual para perder una amiga.
Primero, encuéntrese una, que es como atinarle con un dardo del alma a un diamante lejanísimo, brillando en la inmensidad de la noche eterna del universo.
Las cosas pueden suceder así: ella posiblemente se mude al barrio, con lo que se daría la primera condición del hallazgo repentino, o bien, con mucha suerte, se instaló en un empleo, justo al lado del domicilio paterno, ahora solamente materno, del que la ve caminando entre las jardineras de la calle: La desconocida anda apresurada, concentrada en un ir, por el que no percibe que la siguen ya muy cercanamente. Es grácil, bellamente proporcionada, luce hermosa su cara, la seda negra de su cabello.
El atrevimiento venció las “barreras sociales” para aterrizar con las palabras directamente ante su rostro. “Te invito a la amistad”, diría al principio, una vez contestadas las interrogaciones elementales ¿Qué haces en esa oficina?
Para esto, la incandescencia de la visión alejó la realidad de dos edades muy distintas. Un asunto no menor, que sin embargo ella minimizaba con el dulce ideal que la envolvía: un verano toca una primavera en ciernes e inicia así el paraíso de una de las amistades más sencillamente puras, francamente entrelazadas, que he conocido; diría que un prodigio en el que dos corrientes cristalinas se encuentran para formar un lago con márgenes transparentes. Hasta lo hicimos realidad; mojamos ahí los pies. Un yo y ella, venturosamente atados por los eslabones del tiempo. Ella y mi ser, como la luna recorriendo el espejo de un remanso en la montaña.
Juntos y sin tocarse. Así reposaba la paz de los amigos que fuimos. La sensualidad, frugalmente se detenía al pie del muro de sus condiciones de hembra, que aparta sus propios rincones y momentos; mas ninguna seducción pudo franquear en años las colinas que llevaban a sus mantos subterráneos. Era otro mar el que nos mojaba, no el de Venus. Aún así temblaba a veces, cuando me acercaba hasta su cuello y lo besaba.
La estremecía mi palabra que por años le hablaba, en ocasiones en forma de poema, para que fuera más resistente ese abrazo que pensaba duradero. Le di a entender constantemente que si mi razón concebía acertadamente la gloria, esta concepción sería pasar a otra forma de estar, que además de unir el pensamiento, nos dejara saber lo que cubrimos de nuestros cuerpos, más lo que éstos juntos en regocijada fiesta, llegaran a sacar de nuestras almas.
Jamás aceptaba. Molesto, me transfiguraba, triste, me apaciguaba y, finalmente, la ternura de sus arrebatos renovaba mis latidos.
Amistad a la medida de la mujer que la necesita como la mariposa al sol, igual que el árbol que protege al ave. Así, se refugiaba ella en el follaje de mis sueños florecidos, en las ramas de mis realidades maduradas al paso de los años: lo que pude construir con las ideas y las manos.
Estaba delante de mis pensamientos. Me visitaba en sueños; ahí, es donde tocaba la corriente de mi río y se bañaba.
Ya que ha transcurrido al menos una década, la amistad, el lazo, la relación, lo que sea que une el corazón con otro semejante, adquiere las dimensiones del centro de una galaxia con miles de pensamientos, acaso sentimientos, en órbita, que giran alrededor en espiral. Esta es la regla del universo: las vibraciones de las almas que se juntan en armonía, suplen la mano de Dios, con su permiso, para reproducir con torrentes de amor los mundos.
Ella y yo teníamos uno de esos mundos que era propio, a imagen y semejanza de nuestros pensamientos, deseos, esperanzas, certezas y una que otra ilusión. Juntos le dábamos vida a cada estrella o átomo. Pasaba el tiempo o el registro del tiempo en nuestras vidas que era estar el uno en el pensamiento del otro. Como he dicho: solamente como compañía no como complemento.
La lección más amarga que enfrenté todavía me persigue. Llevo en mi, un ser que me destruye. Cuando más cerca me encuentro de la cumbre –le pude arrancar finalmente a ella una esperanza carnal- mi pie resbala, flaqueo, me caigo al abismo.
Jadeante lloro en el suelo, para bien o para mal, medio vivo. Atenté una vez más contra mis tesoros, volví a maltratar lo más mío. Recapacito, trato de entender por qué me sucede. Ahogado en un océano de tristeza me abandona el paraíso de mi amiga, porque llamé la tempestad.
Bastaron unas horas de desconsuelo, una depresión que me caló hondo. Justo en ese estado fui a buscarla, la encontré, impregnada del más delicioso perfume, pero el destino del aroma estaba en otro viento. No era yo oportuno. Mi ofuscación apenas percibió alrededor de sus ojos que había llorado, sin embargo su altivez me invitaba a retirarme, algo sucedía.
Unos días antes, me contestó un mensaje en forma extraña: estaba ella en un vacío, algo muy lejano, tal vez en la parte oscura o solitaria de un mundo. No supe qué pasaba en sus noches y días, no lo decía.
Me dejó así, con dolor me retiré, a poco la vi con un hombre mayor que yo, que ya es mucho decir. Me pasaron cerca en un vehículo, ella me regaló una sonrisa de verdad. Se marcharon, seguí a pie, crucé la avenida.
Fue entonces que llegó el demonio que se apoderó de mi suerte. Con la tecnología a la mano, - nunca me cansaré de arrepentirme del mal uso que le di- puse un texto vago, vacuo –me lo dictó vilmente el diablo de los celos- le di un terrible sentido a unas infortunadas ideas que daban cuenta burdamente que me desencantaba de ella, que mi ilusión se hizo trizas, que me invadió la decepción porque se fue con alguien que me superó en edad y quizá en condición, le dije, ¿por qué? ay, Dios mío, una forma de adiós.
Inmediatamente me contestó. Removí quizá un resentimiento que acaso no estaba predestinado a mi persona. Oí crujir la rama del árbol donde se apoyaba, se cimbró la sombra que la refrescaba, la derribó con ira de mujer dolida. Me llamó desconocido.
Imagino todo lo que le di, enterrado en el basurero; las cartas convertidas en polvo o ceniza. Así ha de intentar con los recuerdos; ha de querer sepultarlos en el olvido más oscuro. Todo por tres o cuatro palabras infames, a través de un instrumento absurdo que no permite asomar la cara para ver si miente lo dicho con palabras.
Desde luego que acudí a pedir perdón. Se me quebraba la voz, me desgarraba por dentro. Fueron instantes pesados como plomos en la espalda. El tiempo se detenía, los años se estrellaban, con todo y certidumbre de poesías o flores. Altiva, me sacó de su vista, de su vida, si es que dentro me tenía.
Hoy, abatido, arrepentido de haberle enviado esa infamia, que en realidad no fue tanto, sino un desahogo maldecido por el infortunio que me cargo, aconsejo a los que tengan una amiga, que cuando se enamoren de ella y violenten así el pacto de amistad, no vayan a dejar escapar los remolinos rabiosos de la furia a través de un vil mensaje. No dañen la rosa espléndida de una mañana, con el aliento acre de los impulsos.
Ni siquiera me dio oportunidad de hacer mi defensa como corresponde a todo acusado. Me dictó sentencia implacable, me ubicó en el calabozo más infame, según el desdén de su mirada y de su voz. Hasta me hizo dudar si en verdad me quería o simplemente, como todo humano, tomaba para sí sólo lo bueno que mi afán deslumbrado le ofrecía.
Ya no la tengo, la perdí, cuánto la quise, todavía la quiero, aún si me odiara, ella es parte de mi destino, está aquí, como una flor que se marchita en el llano solitario de mi vida.
1 comentario:
Este ya necesitaria una segunda parte ....
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