Cada elección en México nos deja ver que el abstencionismo rivaliza con el total de votos que reciben los candidatos. Las cifras entre votantes y abstencionistas casi se equiparan. Solamente un poco más de la mitad de los ciudadanos que conforman el padrón a nivel federal, acude a votar.
Este ha sido históricamente el comportamiento de los empadronados, lo cual ha dado lugar a que un porcentaje muy reducido de ciudadanos esté realmente presente a la hora en que se decide quiénes serán los depositarios de la administración y valor de los intereses públicos, es decir, aquéllos que van a hacerse cargo de la arquitectura social que los organiza y distribuye. De ahí que sean beneficiados siempre quienes construyen este formidable montaje (Incluidos los económicamente privilegiados concejeros del IFE) y la historia se repite con distintos actores y maquillajes.
Evidentemente los magros resultados en la conducción del Estado Mexicano, reflejada en el hondo resquebrajamiento social que padecemos, indican que los responsables elegidos o bien nos han tomado el pelo por décadas y todavía no aprendemos a distinguir y hacer buenas elecciones o, el individualismo colectivo que alimenta la abstinencia política (aunque parezca contradictorio) constituye un vector social que deja al libre albedrío de los grupos de poder los asuntos del orden público.
Es ya un rasgo cultural vivir al margen de lo que se relaciona a política. En realidad, la sociedad desistió de politizarse lo cual convirtió la función pública en campo de interés de pocos que se privilegian de ello. Si los ciudadanos no cuidan su parcela social, no puede ser que los grupos que sacan bastantes filones del presupuesto, de los recursos, lo hagan por ellos: obviamente que éstos van a defender y acrecentar sus manantiales de riqueza, a expensas de una población contemplativa, que igualmente sólo se preocupa de que su entorno contenga la mayor comodidad y diversión posible, aunque carezca de todo lo demás.
Se ha polarizado la opinión pública respecto de este punto, según observamos en los debates que llegan a tener un espacio de comunicación, como lo es este medio de la Internet. Por un lado se habla de los ciudadanos como “víctimas del engaño”, por parte de quienes en principio les pidieron su apoyo para elegirse a un cargo, en tanto que en el otro extremo figuran los políticos y sus partidos considerados, casi en su totalidad, indignos de la confianza de esos ciudadanos tantas veces timados. La verdad es que la gran mayoría no se molesta, antes de acudir a llenar una boleta, ni siquiera por averiguar por sus propios medios quienes son los personajes cuyos nombres aparecen en los recuadros. La gente vive por lo regular para sí misma, porque ancestralmente aprendió que los asuntos de lucha de poder, las manifestaciones masivas, las revoluciones, son asuntos de otros, que sólo provocan tristeza y miseria. Según el álbum genealógico de un gran número de familias mexicanas así ha sido.
La casi nula cultura política es virtualmente borrada por las culturas del consumo de cuanta cosa se anuncie en los medios, del culto a los artistas, del deporte vuelto espectáculo, así como por múltiples variantes de productos o prácticas que cubren de alguna manera las expectativas de los sujetos o agrupamientos.
Para un grueso importante de individuos, los significantes de la política, lo mismo que los actores y las dinámicas que le acompañan, son como otra realidad separada del contexto donde tiene lugar la vida del resto de los ciudadanos. Así, los medios de comunicación se convierten en vasos comunicantes que hacen que se forme lo que se conoce como la opinión pública. Muchas veces la gente que ve o escucha noticiarios o programas sobre política, se cree que con ello es suficiente como para justificar que sí participa en los debates sobre los temas relevantes para la ciudadanía. Consideran que sintonizar a ciertos personajes que aparecen por las frecuencias radiales y televisivas, es al mismo tiempo adquirir estatus de persona informada, lo cual los convierte en agentes que pueden incidir en la agenda pública, aunque sea únicamente como estadística en las mediciones de raiting.
Transcurrió casi un siglo de apaciguamiento que incluyó represiones criminales y también adoctrinamientos oficiales y sectarios, que apagaron poco a poco los rescoldos de las revueltas. La última, la llamada Cristiada, ya casi no tiene sobrevivientes.
La mañana del 3 de octubre de 1968, nada había pasado en el ciudad de México, según el célebre Jacobo, y lucía despejado el espléndido valle de los volcanes.
La masacre se ocultó y no varios días, sino años, décadas. Porque la gente no estaba, como ahora, acostumbrada a interesarse por saber realmente qué pasa.
Los golpes, las experiencias dolorosas como el terremoto del 85, los fraudes electorales repetidos, las represiones sangrientas contra gente indefensa, el cotidiano atropello a los derechos humanos que comete la autoridad, la discrecionalidad en el manejo de los bienes de la nación, la ruleta con la que juegan el destino de más de cien millones de seres humanos, toda esta carga de amargura y coraje, van socavando el andamiaje que se fabricó la oligarquía. Observo a la gente cada vez más firme en su decisión de que las cosas tienen que cambiar en el plazo más breve posible.
Por si fuera poco, lo acontecido antes y después del seis de julio de 2006, dejó una experiencia suficientemente amarga como para poder digerir otro bocado que pudiera contener los mismos ingredientes y la gente ya no quiere atragantarse. Es comprensible que mucho prefieran quedarse frente a la televisión o hacer cualquier otra cosa que les distraiga o les sea prioridad, antes que acudir a votar. Aunado a este esperado panorama viene otro más: los que se van a poner algún objeto para llamar la atención y anularán su voto.
Algo que llama la atención de este movimiento ciudadano, a todas luces legítimo en tanto reclamo abierto al poder partidista, al maniqueísmo de Estado que convierte los procesos electivos en simples aparatos de simulación, es que quienes lo impulsan son individuos que gozan de un elevado prestigio y honorabilidad. Todas las personas que difieren de su postura, subrayan el gran respeto que sienten hacia ellos, como por ejemplo el académico Jaime Preciado Coronado.
Tales intelectos al servicio de una materia tan importante, como lo es cualquier proceso democrático, bien merece una atención especial. Trato de unirme a su derrotero, sin embargo, pienso que no es el momento de abandonar, más de lo que está, el campo donde se mueven las fuerzas que mantienen este desmedido dominio sobre la sociedad.
Propongo ponderar el voto, es decir, darle la importancia que tiene, lo cual comienza por hacer un ejercicio de reconocimiento para saber quiénes son los contendientes. Estudiar a fondo y diversificar la elección, buscando las opciones más identificadas con movimientos ciudadanos. Requerimos una fuerza real que revierta las tendencias anteriores y permita el paso a otra clase política con vocación de lucha social.
Bueno, estamos tratando de construir un mejor país ¿no es así?
Un saludo cordial extensivo a los que coinciden o difieren de mis ideas.
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